El jardín de la vida

A los pocos días de nacer yo, Mamá desarrolló una gran infección. Semanas más tarde remitió, o al menos eso parecía. Estaba muy asustado porque mamá estaba siempre cansada y pálida. Algo malo la pasaba. No me atrevía a llorar para pedir alimento, pues la sentía tan débil que creía que si me alimentaba moriría. Así que durante mucho tiempo, ella pensó que yo era un bebe muy tranquilo, cuando en realidad estaba aterrado por su salud. Incluso dejé de llorar de noche para que pudiera descansar. Era tan bonita y tan delicada…era mi mamá.

En un frondoso jardín y a los pies de una bella azucena creció una pequeña flor de azahar. Desde su diminuta posición contemplaba la enormidad de su vecina. El azahar contemplaba a la azucena con admiración y respeto. Además Azucena le enseñaba a Azahar a usar sus raíces para captar el agua, o a girar su tallo para recibir los rayos del sol. Azahar sentía que Azucena era su protección y su guía. Más al poco tiempo de que el pequeño Azahar floreciera Azucena comenzó a marchitarse. Una especie de pulgón estaba acabando con aquella bella y generosa flor y Azahar trato cambiar la situación. Dejó de tomar agua del suelo para que toda llegara a Azucena. Y Azahar comenzó a marchitarse también.

Estaba ingresado en el hospital. Me habían puesto suero y mi tripa no dejaba de doler. Llevaba varios días vomitando y con diarrea. Toda aquella tensión acumulada me había pasado factura. Estaba desnutrido y agotado. A mi lado estaba papá. Era un hombre de pocas palabras, y muy sereno. Tal era su serenidad, que en aquella situación mantenía la compostura. Mamá y yo estábamos ingresados en el mismo hospital. Ella se moría. Papá sabía desde hace tiempo que el embarazo había prolongado su vida nueve meses más. Estaba desahuciada desde hace dos años, más su deseo de traerme al mundo había conseguido algo impensable: Mi nacimiento era su milagro.

Unas manos sacaron a azahar de aquel jardín  y la colocaron en una pequeña porción de terreno circular, lo suficientemente grande para que sus raíces, pudieran profundizar. Aquellas manos le trataban con cariño y amor, pues le regaban cuando lo necesitaba. Pronto su tallo comenzó a crecer fuerte y robusto. Aún así, en aquella situación, Azahar se acordaba mucho de Azucena. Tanto, que no se daba cuenta de que sus benefactoras, estaban haciendo la misma labor que en su tiempo hizo aquella amorosa vecina.  Crecía fuerte y bello mirando a un pasado que ya poco tenía que ver con el presente. Sus pensamientos seguían siendo de perdida, más que de agradecimiento por vivir.

De aquel hospital salí únicamente yo. Mamá falleció el mismo día que a mí me dieron el alta. Todas las lagrimas que no derramé, las lloré durante muchos días. Mi padre roto de dolor, se esforzaba en lavarme, alimentarme, incluso me cantaba por la noche para que durmiera. Crecí fuerte y sano gracias a sus cuidados. Más el vacío de mamá lo seguía sintiendo en la profundidad de mi corazón.

A Azahar se le hizo pequeña la maceta. Pronto las manos que con tanto amor le habían cuidado le sostuvieron y le trasladaron  de nuevo al jardín del que Azahar creía que nunca debía haber salido.                                                                          Aquel espacio estaba muy cambiado. La tierra era más fértil, y el césped que había antes, estaba verde y frondoso. Más allí, pocas plantas de las que había antes permanecían. Algo había pasado en aquel lugar. Había muchas especies nuevas y muy pocas de las que recordaba Azahar.                                                         Como era de esperar, buscó desde el primer momento a la bella Azucena, sin ningún éxito. No había ningún rastro de su antigua protectora. Eso le entristeció. Seguía sintiendo su ausencia como una pérdida irremplazable.  Mientras estaba ensimismado en sus pensamientos, algo le llamó la atención. Una preciosa flor de lis a unos escasos centímetros de él, se erguía linda y majestuosa. Era difícil dejar de mirar un ser tan hermoso. Azahar y Lis pronto se hicieron inseparables. Gracias a Lis, Azahar comprendió lo que allí había ocurrido. Un grupo de plantas habían contraído una enfermedad que las iba a quitar la vida. Muchas de ellas decidieron procrear o cuidar de las semillas de otras plantas para que la vida se abriera camino. Una de esas plantas que tomó esa misión fue Azucena, que se hizo cargo de dos semillas. Una de flor de Lis y otra de flor de Azahar. Las madres de ambas simientes perecieron antes que Azucena y la altruista flor se hizo responsable de Azahar y Lis, hasta que el jardinero decidiera trasplantarlas.

 

Pasaron los años. Mi infancia fue feliz pero añoraba mucho a mi mamá. Papá hizo una labor hercúlea, para tratar de nutrirme a todos los niveles, pero su esfuerzo a nivel emocional no fue suficiente. Cuando llegó la edad adulta mi sensación de vacío se tradujo en muchas dificultades afectivas y de conducta: Miedos nocturnos, codependencia, problemas para comprometerme en relaciones y proyectos… Casi nada de lo que empezaba lo llevaba a término y eso había generado en mí un sentimiento de insatisfacción e impotencia que me había hecho enfermar. Mi sistema nervioso era tan sensible que mi día a día se veía alterado ante las dificultades que me podía ir encontrando en la vida. Esto ocurría sobre todo, cuando una situación me conectaba con el vacío de mamá. Así que decidí ir a un grupo de terapia. Era una reunión para personas codependientes. Todos los que allí estábamos nos movíamos en la polaridad del apego -huida, y todos los integrantes de aquella pequeña comunidad padecíamos enfermedades del sistema nervioso. La primera en salir a compartir su testimonio, fue una mujer de más o menos mi edad. Era alta y delgada, y sus maneras muy elegantes. Tenía los ojos y el pelo claro y la forma de comunicar junto con su presencia la hacían muy atractiva. Su nombre era Almudena. Perdió a su madre a los pocos días de nacer fruto de una complicación en el parto. Me sentí identificado con ella de inmediato, pues a Almudena  le duró mucho tiempo el sentimiento de vacío. Más en su caso esa horrible sensación desapareció en el momento en el comprendió que su madre le había hecho el mejor regalo que nadie podría hacerle jamás: la vida. El día que fue consciente, decidió desenvolver el regalo y entregarlo al mundo en memoria de la mujer que le dio la vida. Una manera de usar ese presente era compartiendo con otras personas lo que había vivido para inspirararles en su recuperación. Almudena no solo me inspiró. También me fascinó.

Los días fueron pasando en aquel frondoso jardín y pronto surgieron pequeños tallos de las semillas que las plantas habían dejado caer en la tierra. Azahar y Lis germinaron una semilla propia de la que surgió una bella flor de colores tan vivos como el cielo en el amanecer. La llamaron flor del Alba, porque eso representaba para Lis y Azahar. El amanecer a un nuevo día, a una nueva vida.

“ ¡¡Qué bonito papi!!. ¿Me lo contarás mañana otra vez?. Si Alba. Mañana te lo cuento otra vez”. Contesté sonriendo. Tras besarla en la frente salí de la habitación y me dirigí a mi cuarto. Allí estaba Almudena tumbada.                          “ ¿Sabes que tienes mucho cuento?.” Me dijo con gracia besándome en los labios. “ Recuerdo el día que leíste esta historia en las reunión de autoayuda. En ese instante me di cuenta que habías descubierto el regalo de la vida” Añadió mirándome a los ojos. “ ¿Fue eso lo que te conquistó de mi?” Pregunté socarronamente. “ Puede que sí Azahar, puede que sí.”

Dedicado a todas aquellas madres que murieron a consecuencia del parto, y a todos aquellos niños y niñas que sintieron el vacío de la perdida. El milagro de la vida sigue vivo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *