El vuelo del águila

 

Seguía caminando entre las sombras de la noche guiado por mi propio corazón. Me habían dicho» si quieres encontrarte con ella, has de ir acompañado de determinación y humildad. El resto lo pondrá la vida en tu camino para que se dé la situación y estés en su presencia».

 

Aún teniendo estas palabras interiorizadas, el miedo me atenazaba recorriendo aquel silencioso bosque percibiendo formas fantasmagóricas y amenazantes. » Tranquilo Javi. No es más que tu cabeza». Me repetía mientras avanzaba entre los arboles de un lugar que me resultaba tan oscuro como la noche más profunda.

El parloteo mental iba en aumento a medida que pasaba el tiempo sintiéndome perdido. Entonces me agarré a mi palabra femenina preferida : fe.
Una fe que me enseñaron de niño, quizás envuelta en palabras y rituales diferentes a las que tenían sentido para mí en ese momento, pero con la misma esencia de fondo » al final de la oscuridad aparecerá la luz, y en tu caminar por la vida, nunca caminarás solo».

Esa expresión que siempre asocié a la imagen de una mujer bella y llena de confianza, me animó a continuar entre las sombras y vegetación de una manera diferente. Se dibujó una sonrisa en mi rostro y por un momento tuve la sensación de que la oscuridad de aquel lugar menguaba según avanzaba hacía un destino que no sabía donde y cuando llegaría. El transitar por aquellos lares ya dejó de ser pesado incluso comencé a canturrear «nace el sol, naces tu, universo de luz, una chispa de amor eres tu» recordando mi verdad a través de la letra de aquella canción que un día me cantaron por mi cumpleaños.

Tenía la hermosa sensación de que aquel oscuro lugar se iluminaba con los rayos de mi sol interno.
Con esta liviandad en mi paseo nocturno, y sin apenas darme cuenta, llegué al claro de un bosque, desde el cual se podía contemplar el cielo y las estrellas. Desde pequeño sentía atracción por mirar los astros en las noches de verano de mi pueblo. Me quedé fascinado cuando con seis años vi el cometa Halley surcar el firmamento, y la fascinación nunca me abandonó. En aquel lugar me senté a observar el espectáculo que ofrecía la bóveda celeste a diario. ¿Cuántos años habían pasado desde que no lo hacía?

Y allí como si no hubiera pasado el tiempo, sentí la misma conexión con el universo que tenía cuando era niño y miraba los luceros en una noche estival.
Tras deleitarme con esa experiencia de unión durante unos minutos que bien pudieron ser horas, me incorporé y continúe mi transito en su búsqueda, en mi búsqueda. Mi marcha ahora estaba plena de serenidad y fe. No tenía prisa por llegar, y si la certeza de que el momento de mi encuentro sería el adecuado. Todo estaría bien. Todo sería perfecto. Continué canturreando mientras me dirigía a mi destino y a lo lejos escuché que alguien daba replica a mi voz y vislumbré el crepitar del fuego de una gran hoguera.

¡Había llegado! Más personas procedentes de diferentes lugares estaban reuniéndose en torno al fuego ancestral para encontrase con la sabiduría de La Abuela. Una gran celebración se desarrollaba en la que los cantitos se sucedían con alegría y gozo. Me sumé al grupo como si fueran de mi propia sangre, uniéndome a la invocación de la vieja sabia con mi voz y mi intención.

De pronto se hizo el silencio. El círculo cesó de cantar. Se oyeron pasos en la noche. Entre los arboles apareció ella: la abuelita Ayahuasca. Venía acompañada del abuelito San Pedro y de los niñitos, conformando otro tipo de sagrada familia distinta a la que ya conocía. El círculo se abrió para recibirlos y se cerró en torno a ellos. Reanudamos las canciones y la sabia mujer se fue acercando a cada uno de los allí presentes (junto con el anciano y los niñitos) para darnos un mensaje cargado de amor. La abuelita nos obsequió con una información valiosa para transitar por el camino del corazón. El mensaje nos llegó de manera diferente, pues el lenguaje de la sabiduría se trasmite de muy diversas maneras.

Cuando tocó mi turno, la vetusta mujer, me susurró al oído con cariño y firmeza “la manera de mejorar la relación contigo mismo es poniéndote en paz con tus padres. Poniéndote en paz con tus ancestros”.
Ante tan grato presente, mi entendimiento se abrió por completo y sentí como papa y mama me acompañaban en aquel hermoso ritual. Detrás de ellos estaban todos los papas y mamas involucrados en el milagro de mi existencia. Un sinfín de relaciones que me antecedieron y que desembocaban en el hombre que yo era. En ese estado comprendí que mi vida era un regalo y la culminación del tránsito por este planeta de muchos seres humanos que estuvieron antes que yo pisando esta grandiosa casa llamada Tierra, Pachamama o Gaia.

El amor por esas personas que nunca llegué a conocer me invadió, reconectando con un mantra en el que dejé de creer “el altruismo es el motor de mi existencia”. La abuelita me mostró como recuperar la confianza y la aceptación en mis posibilidades. Tenía experiencias y dones que ofrecer al mundo haciendo buena la frase que más de una vez repetía a algunos de mis mejores amigos: “la Tierra es un lugar al que llegué y del que marcharé, tratando de dejarlo mejor que me lo encontré”.

Tanta toma de conciencia me había hecho abrir el corazón en plenitud. Le di las gracias por ello a la Ayahuasca, al San Pedro, y a mis hermanos de hoguera. Miré al cielo agradecido justo en el instante en que el primer rayo de luz del amanecer iluminó nuestro círculo. Comenzaba un nuevo día, comenzaba una nueva vida.

Dedicado a todos aquellos hombres y mujeres que decidieron emprender el vuelo del águila para sanar sus relaciones y sus corazones. De la tierra al cielo, del cielo a la tierra, una misma familia, un mismo corazón.

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