El secreto de mi padre

Las horas pasaban. Papá seguía muy grave. Según decían los médicos se estaba despidiendo. Sentado a su lado estaba yo. Sereno y triste. En mi cabeza  se agolpaban recuerdos de los momentos que habíamos vivido juntos, pero sobre todo de los temas pendientes que teníamos por resolver. Siempre tuve en mi interior el remordimiento de lo que pudo ser y no fue. Quizás por eso, su despedida estaba siendo tan dura y amarga. En esos últimos días me di cuenta que quizás deberíamos haber pasado más tiempo juntos, más ya había poco que hacer. La muerte se le estaba llevando.

Éramos una familia feliz. Disfrutábamos del sol, la playa y los bailes de nuestra tribu juntos. Papá, mamá, mi hermana Constance y yo.

La aldea era un lugar feliz y armonioso hasta que algo cambió. El Chamán Ilimane comenzó a realizar una serie de extraños rituales sacrificando animales. A los dioses no les tuvieron que gustar aquellas prácticas, pues poco tiempo después, un  montón de demonios blancos llegaron a nuestras tierras a través del mar en enormes monstruos de madera. Tenían forma humana pero lo que hicieron aquellos días les delataba. Usando armas con extraña magia sometieron a mi poblado entero. Muchas mujeres fueron mancilladas el tiempo que aquellos malvados seres estuvieron allí. También muchos  hombres murieron  aplacados por el fuego que escupían los aparatos mágicos que usaban. Lo peor fue lo que hicieron en el momento de marcharse. Se llevaron por la fuerza a los hombres y  jóvenes más fuertes de nuestra aldea. Entre ellos mi padre.

La noche de su adiós, papá nos observaba desde uno de los monstruo de madera en los que habían llegado los espantos. Sus ojos estaban llenos de impotencia y  lágrimas. Le llevaban encadenado. Constance no dejaba de llorar. Mamá la consolaba. Yo no supe cómo expresar el dolor de lo que estaba viviendo. 

 Nunca los volvimos a ver, más con los años supe que atravesaron el oceano para ser esclavos de aquellos espectros. Los niños de aquel poblado africano viviríamos el resto de nuestra vida si padre.

 

 La gran guerra se había declarado en Europa. Alemania (otra vez) estaba en el epicentro del conflicto. La gran nación germana se movía más que nunca por  el sentimiento de venganza y el complejo de superioridad. Un gran líder les había  devuelto el orgullo, desde la locura imperialista. El fhurer había declarado la guerra a media Europa, y Francia era de los primeros territorios en conquistar. Mi padre escuchaba las noticias preocupado. Pocos días después le llamaban a filas. Marchó con un gran número de hombres en edad de tomar las armas a la zona de Dunquerque. Los días anteriores los pasó taciturno y reflexivo. Mi madre y mi hermano pequeño lloraban cada día hasta el momento de su partida. De alguna manera, sabían que papá no iba a regresar. Los nazis pasaron por encima de las tropas francesas. Mi padre murió meses después. Desde aquel día decidí, responsabilizarme de mi familia. Tenía doce años.

 

Las constantes vitales se debilitaban lentamente. La septicemia provocada por el deterioro del organismo de papá avanzaba con tremenda firmeza. La fiebre se había incrementado. Pasó la noche delirando. Las palabras más repetidas hacían alusión a mi abuelo. Apenas le conoció. Marchó a la Segunda Guerra Mundial casi al comienzo de la contienda. Murió abatido por las tropas nazis en la zona de Dunquerque. Una de las derrotas más impactantes de la historia de nuestro país: Francia.

A la mañana siguiente la situación de mi padre se estabilizó dentro de la extrema gravedad. Medio dormido, mientras yo contestaba a los wassap de mi madre  sobre el estado de papa, entró en la habitación un hombre de color de unos ochenta años elegantemente vestido.  Me sonrió, se acercó a mi padre y le besó en la frente. “ El gran Gilles se nos va. Tienes la misma mirada. Debes ser su hijo.”.

La visita de aquel hombre me había dejado descolocado. ¿Quién era y cómo había conocido a mi padre?. “ Mi nombre es Mennelik Abbubakar.” Dijo en un perfecto francés. “Hace casi setenta años conocí a Gilles, y con sus decisiones, sin saberlo, cambió la historia de mi familia”.

 

 “Los días  pasaron y los demonios blancos siguieron llegando. Con el tiempo comprendimos que eran seres humanos como nosotros pero guiados por la codicia. Año tras año espoliaban nuestras tierras, abusaban de  nuestras mujeres y seguían llevándose a los individuos más fuerte de las aldeas.

Más hubo un hecho que hizo que la situación cambiara. Otros hombres llegados de diferentes latitudes arrebataron el poder a los carniceros de nuestros pueblos. De alguna forma me salvaron la vida. Era cuestión de meses, quizás de días, que me llevaran de esclavo.

El nuevo gobierno instaurado por nuestros libertadores, siguió explotando nuestros recursos, mas respetó a todos los seres humanos que allí vivíamos. Nos aportaron una serie de avances. Instauraron un sistema educativo e infraestructuras suficientes para que nuestro país prosperara. En ese tiempo, aprendí a leer y a escribir. 

Fue un gran periodo de paz y de serenidad para mi pueblo. La algarabía había vuelto a las calles de Abiyan, la ciudad que me vio nacer y crecer. Mi vida se asentó también. Me casé, y formé una familia. Tuve dos hijos varones. Mennelik y Boniface. Cuando crecieron, apoyados por las becas del gobierno de nuestros colonizadores,(Francia) marcharon a la vieja Europa a estudiar sobre las leyes que rigen la vida de los países más allá del mar.

Mennelik trabajaba en París en la embajada de nuestro país (Costa de Marfil). Estaba casado con una francesa (Margot) y era padre de un niño al que habían llamado también Mennelik .

Boniface  era  profesor de Francés de los niños inmigrantes también en la ciudad de la luz.

La historia de la humanidad no se concibe sin sobresaltos, después de los años de bonanza y tranquilidad  una nueva guerra estalló allende los mares. Mis hijos se  alistaron en el ejército francés, como reconocimiento de lo que aquel país hizo por nuestra familia.

Los meses pasaron  sin noticias de suyas. Yo estaba muy preocupado.  El  líder del ejercito del enemigo tenía la misma mirada de los demonios blancos que se llevaron a mi padre. Cada noche pedía a los dioses y a los antepasados, que la locura que alimentaba a ese hombre no se llevara también a mis hijos.

 

El cadáver de mi padre llegó a los pocos días de caer en combate. Realicé todas las gestiones necesarias para el entierro, pues mamá estaba en shock y el poco tiempo de lucidez que tenía a lo largo de los días se lo dedicaba a Olivier mi hermano pequeño. El entierro fue tremendamente triste. Un acto conjunto en el que los muertos de la guerra  eran enterrados en mi pueblo con una misma ceremonia. En el cementerio me di cuenta que mi familia era el reflejo de muchas otras. Francia se estaba convirtiendo en un país lleno de huérfanos de padre. Un país sin guía. Un país sin fuerza.

 

“Querido Didier. Vengo desde Costa de Marfil solo para ver a Gilles. No sé si  te habrá contado algo de mí. Es probable que no. Gilles ha llevado en silencio muchas cosas,  por el dolor de lo que le tocó vivir en la infancia. Todo lo relacionado con aquellos años lo quiso enterrar en el corazón, más  hizo tanto bien y sembró tanto amor que quiero que conozcas la historia del gran padre que has tenido” Tras estas palabras me entregó un diario con un montón de cartas. “Aquí tendrás respuesta a muchas preguntas. Incluso a algunas que no te habrás hecho” Me sorprendió tanto el montón de información sobre mi padre que me estaba regalando, como que me ofreciera marchar un tiempo descansar. “  Me quedaré con él. Tenemos muchas cosas que compartir antes de que se vaya. Aunque no hable, el sabe que estoy aquí”. Apenas conocía a Menelik pero había algo que me hacía confiar en él. Antes de salir de la habitación miré a mi padre. El africano tenía razón. Sabía que su viejo amigo había llegado, pues en el rostro con ojos cerrados, se había dibujado una sonrisa. En vez de ir e a casa a descansar, me quedé en la capilla del hospital. Allí comencé la lectura del tesoro que un desconocido llegado de otro continente me había regalado.

 

Con el cadáver de mi padre llegaron dos cartas que en algún momento quiso enviarme y no pudo. Las encontraron en un bolsillo del uniforme el día que las balas le quitaron la vida.

“ Querido Gilles:

Han pasado varios meses desde que marché. Aquí la situación es compleja. Los alemanes han tomado la zona, y hay varias escaramuzas diarias entre ambos ejércitos. De momento pocas vidas se ha cobrado esta contienda, cosa que agradezco enormemente al cielo.

En este tiempo he tenido la suerte de entablar amistad con dos hermanos Africanos. Mennelik y Boniface. Son de la colonia de Costa de Marfil y decidieron alistarse con Francia para combatir al enemigo alemán. Son personas de gran sencillez y humildad por eso me han tocado el corazón. Ojalá los conocieras. Espero que mamá y Olivier sobrelleven mejor mi marcha. Los últimos días me tuve que mantener distante para facilitarles la despedida. Tengo miedo a no regresar hijo. No quería contaros esto antes de marchar. Os hubiera generado más incertidumbre. Espero que lo comprendas. Espero que lo comprendáis.  

Un abrazo lleno de amor”.

La carta me llenó de tristeza. Este si era mi padre y no el hombre que se pasó en silencio el último mes antes de marchar a la contienda. Comprender sus razones fue terriblemente doloroso. Justo después leí la segunda carta.

“ Querido Gilles:

La situación en Dunquerque se ha recrudecido. Las muertes y el dolor han inundado estas tierras. La situación está cargada de una terrible sinrazón. Apenas duermo, y no solo por las continuas ráfagas de balas que se escuchan, sino por todas las imágenes que están viniendo a mi cabeza de lo vivido estos días. Hijo mío es probable que no vuelva. Tengo que pedirte un gran favor.  Mi amigo africano Menelik murió hace unos días alcanzado por el proyectil de un mortero. Boniface quedó herido de gravedad. No sé a qué hospital  le habrán llevado. Menelik me pidió que si algo le pasaba a él, me hiciera cargo de su mujer Margot y de su hijo pequeño. Yo le hice la promesa.

Temo por mi vida. Es posible que no pueda cumplir mi palabra. Por favor búscalos en la embajada de Costa de Marfil y ayúdales en todo lo que puedas. 

Gilles siento mucho todo lo que está pasando y siento mucho dejaros solos. Sé que tu eres un pequeño hombrecito y que sabrás lo que hacer en esta situación.  Diles a mama y a Olivier que les quiero. Os voy a querer siempre. Cuéntales la verdad de mis últimos días a vuestro lado, y diles que el silbido de las balas no me ha hecho olvidar ni vuestras risas ni vuestras voces. ¡¡Que Dios me ayude estos días y me de serenidad para lo que está por venir!!. Rezad mucho por mí. Yo lo haré por vosotros. Si en algún momento te sientes solo o triste vuelve a leer esta carta. Siempre estaré a tu lado.

Con todo mi amor y para siempre: Tu padre.”

Me encerré  en mi habitación después de haber leído las ultimas palabras de mi padre. Lloré todo lo que no había llorado en aquellos meses. No quise que mama u Olivier me vieran. Yo era igual que papá en ese sentido. No quería que sufrieran por mí.

Cayó la noche. Casi no pude dormir roto de dolor, más aquel momento de oscuridad y zozobra fue el inició de una búsqueda que cambiaría mi vida.

 

Llevaba leído gran parte del diario y las cartas. Me sitúe cerca de una imagen del Sagrado Corazón iluminado por  velas en la penumbra. En aquel ambiente sereno y solemne decidí descansar para rezar por mi familia y por las familias que se vieron afectadas por la Segunda Gran Guerra. Las lágrimas brotaron de manera natural. Después me invadió la calma y el silencio. Acto seguido continué el viaje por la vida de mi padre.

 

Aquel día me levanté con una idea fija en la cabeza. Iría a la embajada de Costa de Marfil en París para buscar a la familia del amigo africano de papá. Nada mas  llegar, me di cuenta que aquel lugar estaba desierto. La mayoría de las personas habían huido ante el avance de un ejército enemigo cada vez más cercano. Sin embargo la fortuna me sonrió. En uno de los pasillos jugaba un pequeño de unos cuatro años con una tez tan oscura como la noche. Acercándome al infante le pregunté el nombre “ Mennelik” respondió. Era él. ¿Pero dónde estaría la madre?. Como si me hubiera leído el pensamiento el niño me dijo. “Mamá se pasa los días en la habitación llorando porque nos han dicho que Papá se ha ido al cielo”. El comentario volvió a conectarme con el dolor de la perdida de mi padre y con la repercusión que estaba teniendo en mamá y en Olivier.  A pesar de todo, no había mucho tiempo para duelos. Me introduje en la habitación de aquella mujer. Estaba despierta y sentada en la cama con la mirada completamente perdida. “Señora Margot” dije “mi nombre es Gilles y soy el hijo de Jean Pierre Lefavre. Papá  prometió  hacerse cargo de ustedes si su marido Mennelik caía en combate. Desgraciadamente papá no puede hacerlo, así que en su nombre lo hago yo”. Fijó su vista en mí sorprendida por la determinación con la que hablaba un pequeño de doce años. “ Por favor señora venga conmigo. París ya no es un lugar seguro para nadie”. Margot (que así se llamaba) salió de la cama y tomando en brazos al pequeño de piel de ébano me acompañó hasta mi casa. No sé si fue mi valentía o mi inocencia lo que la convenció pero conseguí que aquella mujer rota de dolor me siguiera.

Una vez llegamos a la residencia familiar, entré en casa a hablar con  mamá. Debíamos marcharnos de París. Los nazis cada vez estaban más cerca.  ¿Cómo lo haríamos?. El último verano antes de estallar el  gran horror en Europa, mi padre se compró un coche. La fábrica de yesos de la que era propietario marchaba tan bien que  pudo darse ese capricho. Fue precisamente en aquellos meses de estío cuando papá me enseñó a conducir. Ese fue el último gran recuerdo que tuve con él. Así que guiado por la memoria  que tenía de las enseñanzas al volante del gran Jean Pierre Lefavre, y espoleado por la necesidad de sacar a mi familia de allí, transporté en  coche a mamá, Olivier, Margot y Mennelik a la zona sur de Francia, concretamente a Marsella y allí nos establecimos hasta el final de la Guerra. Se puede decir que durante unos años tuve dos madres y dos hermanos.

Por aquel entonces la situación del país no era ni mucho menos fácil, así que subsistimos gracias los encargos que realizaba con el coche para la Resistencia. Solía repartir alimentos y medicinas por las ciudades cercanas.  Me pagaban con una porción de lo que llevaba en el vehículo. Suficiente para que pudiéramos salir adelante.

Cuando la guerra estaba llegando a su fin, algunos espías me hicieron llegar la información de en qué hospital se encontraba Boniface, el otro amigo Costa Marfileño que conoció mi padre en Dunquerque. Bonniface era hermano de Mennelik y en el ataque que le costó la vida a este último, perdió la pierna y la posibilidad de seguir luchando. Los dos años posteriores los pasó postrado en la  cama de un hospital. Aquel lugar se encontraba en Limoges donde fue trasladado tras ser atendido en París. Estaba a salvo. Fui a buscarle. Tenía los rasgos faciales que se adivinaban en el rostro del pequeño Mennelik. Su sobrino. Le dije que le trasladaban de nuevo de ciudad. Mentí. Quería disfrutar de la sorpresa que iba a suponer volver a ver a Margot y su sobrino. Todavía recuerdo la emoción de aquel momento. Junto con el nacimiento de mi hijo Dominique, fue el día más bonito de mi vida.

 

Los ojos se me habían llenado de lágrimas. Tuve que dejar de leer. Estaba conociendo a papá por primera vez en mi vida. Había pasado unas cuantas horas en aquella capilla así que decidí subir a la habitación. Mennelik se encontraba al lado de la cama cogiéndole la mano. “Aunque un poco mayor que yo, Gilles fue mi primer papá”. Me dijo nada mas verme. “En el  tiempo que pasé con él se comportó como un adulto. En gran medida fue un padre hasta que mi tío Boniface se hizo cargo de mí. “¿Qué pasó después?”. Pregunté. “ Boniface, mi madre y yo volvimos a Costa de Marfil. Allí, tío Boniface montó una escuela para huérfanos apoyado en  los conocimientos que tenía de las leyes francesas. Además estableció un programa de ayuda a los mejores estudiantes de aquel colegio, los cuales  eran  enviados a estudiar en  Francia años después becados por la fundación LEFAVRE. ¿ Te suena el nombre? “.

Claro que me sonaba.  Aquella asociación la fundó mi padre con el dinero que el abuelo Jean Pierre obtuvo en la fábrica de yeso antes de partir a combatir  contra Alemania. Tenía entendido que papá la puso en marcha para mantener en contacto a personas amantes de vehículos antiguos. Todo encajaba, pues realizó un museo con los coches  de los años treinta y cuarenta presidido por aquel que le sirvió para crecer y ayudar a tanta gente.  Nunca supe en que invertía el dinero que obtenía del museo pues a pesar del público que asistía nosotros llevábamos una vida humilde, pero  ahora ya no tenía dudas. Mennelik  las había disipado. “ De alguna manera Gilles ha seguido conduciendo el coche de tu abuelo trasportando hacia una vida mejor a otros niños que ya no somos ni tu tío Olivier ni yo”. Dijo sonriendo.

“  Me siento un poco extraño. Siempre consideré a mi padre un hombre ausente. No ha habido buena comunicación entre nosotros, y en muchos momentos he sentido frialdad. Conocer esta parte de su vida me genera mucha incomprensión. ¿Por  qué nunca fue así conmigo?.” Pregunté.

“ En mi país cuentan el siguiente relato:

Hace muchas lunas existía una familia de leones. Padre, madre y dos cachorros. El padre era un gran gato poderoso y noble. Tanto era así, que dio su vida para proteger a la familia de un grupo de cazadores furtivos que se dedicaban a capturar a los de su especie.

La madre y los dos cachorros huyeron para sobrevivir. El mayor de las crías se hizo cargo de la pequeña manada. No fueron pocas las veces que los defendió de  ataques de grupos de hienas o del acecho de cazadores furtivos. Fue tan valiente y tan responsable a tan temprana edad que los restos de un gran miedo se fueron acumulando en el interior sin darse cuenta.

Cuando aquel león creció y fue padre de su propia familia el miedo salió a la superficie haciendo que la relación con sus crías fuera distante. Tenía tanto pavor a que sus cachorros pasaran por las mismas situaciones que el sufrió siendo muy pequeño, que decidió cerrar su corazón para evitar el dolor. No quería que sus hijos le amaran tanto como el amó a su padre y así ante cualquier accidente que pudiera ocurrirle ellos no acusaran tanto la perdida.  Los años pasaron y aquel felino murió. Más el corazón de un león arde como el fuego puro, y cuenta la leyenda que tras la muerte de aquel gran gato una figura de luz con forma leonina aparece las noches en las que los furtivos tratan de cazar leones, ahuyentándolos con un rugido que nace de un corazón valiente”.

Comprendí perfectamente lo que Mennelik quería decirme. Solo alcancé a compartir “ Gracias amigo”. El africano añadió “ Recuérdalo siempre. El corazón de un león arde como fuego puro y el de tu padre arderá hasta el último aliento”.  De alguna forma así fue. Sin hacer mucho ruido y sin querer que se supiera, la figura luminosa de papá había ayudado a muchas personas. Entonces comprendí que Gilles Lefavre no solo era mi padre biológico al que consideraba ausente, sino el protector de muchas otros niños y niñas que jamás le conocerían.

A partir de aquella noche tuve claro que mi padre me amó con todo su ser hasta el día de su muerte, y que ese amor se tradujo en la lejanía que mantuvo conmigo hasta el final. Aquella noche al fin, pude comprender el miedo y la distancia que había entre él y yo.

El diecinueve  de Marzo de 2001, día del padre, enterramos a papá. Las últimas horas de su existencia en aquel hospital, estuvo acompañada por Mennelik, tío Olivier y mamá, a la que en aquellos días quise contarle la secreta historia de la parte de la vida de su marido que no conocía.

En el cementerio se sucedieron los homenajes de las muchas personas que le habían conocido. Sin duda, el gran Gilles lo merecía. En aquel ambiente de amor entrañable hacía mi padre le prometí darme permiso para tener mi propia familia.  El león que fue mi padre, lo hubiera querido así.

 

 

Epílogo.

Después de muchos soles de incertidumbre y nerviosismo, tuve noticias de mis hijos. Tristemente Mennelik murió en Europa en la nefasta batalla que tantos hombres enterró. Sin embargo Boniface sobrevivió. Junto con mi nuera y mi nieto regresaron a este país en busca de paz y un nuevo comienzo. La vida no había sido del todo dura con este viejo, pues me dió la oportunidad de volver a ser padre de Boniface y abuelo del pequeño Mennelik. Desde entonces cada noche di las gracias a la vida y al Dios que esta en los cielos por estas bendiciones. En mis oraciones siempre estuvo mi padre, pues de alguna forma tuve la sensación que me protegió todo este tiempo, como el león de la leyenda de mi país. El león del corazón de fuego. 

 

Dedico este relato a todos esos hombres que aún queriendo, no pudieron estar presentes en las vidas de sus hijos por guerras, separaciones forzosas o incapacidad emocional. Reconozco vuestro dolor y desde estas líneas os rindo un homenaje.

Dedico este cuento a mi padre por todo lo que recibo y he  recibido de él. En este caso el dicho de tal palo tal astilla es más que apropiado.

Y por último, dedico esta historia a la memoria de mis abuelos. Dos hombres a los que les tocó vivir tiempos tan difíciles como los de los protagonistas de esta narración.

Gracias a todos por ser y por haber sido.

 

 

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