Las Heridas de la guerra

 

La bala había entrado justo debajo de mi apéndice xifoides, afectando al diafragma y sobre todo al corazón.
Había salido de mi trinchera para tratar de acercarme a mis enemigas y trazar puentes de unión para acabar con aquella maldita guerra,  que me hacía sentir tan cansado.

Parecía que lo había conseguido con una soldado del otro bando, como otras veces en el pasado. Más,  en un descuido, un pequeño proyectil me impactaba en el pecho dejándome tendido en el suelo, ante la mirada aterrada de aquella mujer, que huyó despavorida.


En ese momento sentí que todo se había acabado. Apenas podía respirar y el dolor cardiaco era tan grande que se expandía más allá de su ubicación torácica.
No se cuanto tiempo pasé allí tumbado ahogándome más por mi propio llanto que por la ausencia de oxígeno, pero el suficiente para ser consciente de que en aquel maldito conflicto bélico,  si seguía haciendo las cosas de la misma manera,  algún día me reventarían el corazón de un balazo. Ante aquella profunda punzada me desmayé despertando más tarde en una pradera verde. Yacía tumbado, en una especie de lecho blanco. A mi lado había una niña muy pequeña de ojos claros. Se sonreía. Me miró y me dijo. «¿ Por qué tienes una cara tan triste?».  Estaba muy sorprendido al encontrarme en un lugar tan luminoso,  y ver tan de cerca a una niña después de tanto tiempo. » ¿Dónde estoy? ¿Qué hago yo aquí?». La pequeña se encogió de hombros ante la pregunta. Traté de incorporarme. El pecho me molestaba mucho y mi cara de dolor llamó la atención de la chiquilla. «Tienes pupa» dijo mirándome.
Tenía el pecho amoratado, con  un color casi metálico. Era como si mi piel se hubiera convertido en un material acorazado ante la bala.
La niñita se acercó dándome un beso «cura sana culito de rana, si no sanas hoy sanarás mañana » recitó, y después salió corriendo sonriendo. Al lograr sentarme, vi un poco más lejano de mí a un bebé gateando por  la tupida hierba. Era un niño gordito, hermoso, de piel morena. Disfrutaba retozando, y reía cada vez que se revolcaba.
Me sentía totalmente desubicado en aquel paisaje al contemplar al niño y  la niña disfrutando de la vida.  Estaba acostumbrado al sonido atronador de disparos y  bombas, y a la oscuridad provocada por el humo y el fuego. Aquel olor a tierra húmeda bañada por la luz del sol,  era muy diferente al hedor a pólvora y carne quemada del campo de batalla.

En medio de mis reflexiones alguien se dirigió a mi. » Es bonito ver a los niños jugar con tanta libertad ¿verdad?.»
Un hombre de una estatura parecida a la mía, de tez morena vestido elegantemente se acercó hasta donde estaba. Tenía un rostro amable y sonriente.
» No recordaba como jugaban los niños. Este lugar me resulta muy raro». Le respondí taciturno.
«A mí también me pasó algo parecido. Hubo un momento en el que me acostumbré a una situación, que  aunque oscura y sombría me hizo perder la noción de otros aspectos de la vida cercanos al corazón. Mi nombre Pedro»  Dijo estrechándome la mano. » No sé quien te trajo aquí. Lo que si conozco es tu procedencia, por tus ropas  y por tu herida. Llevas 5 días en este lugar. Desde entonces mi compañera y yo venimos a sanarte las día tras día» Añadió.
» ¿Sabes de donde vengo? «. Pregunté.» Es obvio que vienes de la Tierra de la Guerra de los Sexos». 
«Llevo allí por lo menos once años. Y cada día que pasa me siento más confundido y herido»
la tristeza y la rabia me invadían.
«Cuando llegaste allí no sabias lo que te ibas a encontrar. Seguramente no eras consciente de donde te estabas metiendo. Esas tierras las conocemos casi todos los hombres y mujeres alguna vez en la vida. Hay quien, afortunadamente, las abandona,  y hay quien se queda allí para siempre“. Aseveró Pedro rememorando en su interior.
«Nunca me he encontrado bien allí. He visto a muchos hombres y mujeres disfrutando produciendo dolor. Aquel lugar está lleno de desamor y odio». Recordé sintiendo en mi pecho un nudo.
«Mi nombre es Javier. Te agradezco mucho lo que estás haciendo por mi». Le dije perdiendo la mirada en aquel cielo claro y limpio.
» No tienes porque agradecerlo. En estos días has debido experimentar sueños muy  intensos. Tienes mucha agitación nocturna».
«Lo cierto es que llevo un tiempo en el que siento que una sombra tenebrosa me acecha cada noche. Con mis sentimientos de odio esta sombra crece y me roba la energía. Tiene sed de sangre y de venganza». 
Pedro me miró y asintió comprensivo » la sombra de la guerra es ancestral y poderosa. A ti te atormenta con mucha fuerza». Observó.
Nos incorporamos, con cierta dificultad por mi parte. Después nos dirigimos hacia el niño gateando, mientra la niña vino correteando a agarrarse de la mano de Pedro. Era su papá. » Te presento a mis dos amores. Estela y Ángel».
Los pequeños estaban llenos de alegría y de vida. De alguna manera estar cerca de ellos me devolvía un reflejo luminoso de una etapa de mi vida llena de inocencia.

El pequeño Ángel me echó las manos.” Vaya parece que le has caído bien”. Pedro sonreía mientras me lo acercaba con cariño. Una vez tuve al bebé en brazos sentí que abrazaba una parte diminuta y hermosa de la vida. Ángel se acurrucó en torno a mi cuerpo. “El chache se va a dormir”. Observó Estela con cariño. Así fue. Quedó dormido en mis brazos, y mientras contemplaba la paz de aquel pequeño ser de luz, vi como se acercaba una figura femenina. Era una mujer de tez morena y ojos claros. Tenía un cabello oscuro,  liso, y brillante que la llegaba a la altura de los hombros. Era bellísima. Llegó a donde nos encontrábamos y besó a Pedro y  Estela. Después se dirigió a mí con calidez. “Me alegro que te encuentres mejor. Mi nombre es Alba, ya veo que conoces a mi familia”.

No sabía bien que decir. Alba era una mujer y lo femenino a mi desconcertaba, pues me habían enseñado a verlo como un enemigo. Además, las veces que en La Tierra de la Guerra de los Sexos había tratado de acercarme a ellas intentando contribuir a solucionar el conflicto, recibía algún tipo de herida o daño.

“ Te diría que no me tengas miedo. Pero no te va resultar fácil de momento”. Alba leía mis pensamientos. “ Conozco el lugar de dónde vienes, y se que allí no hay sitio para la comprensión”. Acercó la mano a mi pecho. “ Tu corazón está tan frío como el acero. Él único fuego que puede fundirlo es el del amor”. Alba no solo me comprendía, pues sus palabras me llegaban muy dentro al sembrar en mi interior una sensación de serenidad y confianza.

“ Siento mucho tenerte miedo Alba. Me programaron para poner un muro de incomprensión ante vosotras. Hay veces que he tratado de derribar ese muro.”

“Por eso a parte de herido te encuentras agotado.” Intervino Pedro. “Seguro que a tu sentimiento de soledad, se le une el de la impotencia de tratar de conseguir algo que nunca llega. En un estado de guerra, tratar de poner paz, es una tarea en la que incluso los dioses tendrían dificultades”. Concluyó. Pedro hablaba desde la experiencia, con sabiduría. Por mucho que yo deseara lo contrario la realidad en aquella tierra era la guerra.

 

“Acompáñanos a casa Javier. En breve anochecerá” Sugirió Pedro. Me sentí acogido y bien cuidado por aquella familia, así que acepté la invitación a su hogar. El sentimiento de gratitud comenzaba a crecer en mí.

Llegamos a una pequeña casa en medio del bosque. Era muy funcional y confortable. Enseguida me mostraron el cuarto de invitados, y una vez me tumbé en la cama quedé profundamente dormido.

Los sueños volvieron a ser agitados. En ellos vislumbré mi bélico pasado. Me removió observar y sentir las veces que salí de la trinchera tratando de buscar vínculos con las enemigas, y las heridas que recibí por ello. Desperté de repente envuelto en sudor y con sentimiento de rabia. Allí cerca de mi cama estaba la sombra de la guerra haciéndose cada vez más grande cada vez que alimentaba con mis pensamientos el  odio hacía lo femenino. Aquel ente, quería hacerme creer  que  ellas eran las culpables del daño recibido. A los pocos minutos,  en medio de la noche, se escuchó el llanto de un bebe. Ángel se había despertado. Quizás su inocencia y transparencia le hicieron sentir lo que estaba ocurriendo conmigo. La luz de la habitación de Pedro y Alba se encendió. Estela vino a mi habitación, y tomándome de la mano me dijo: “Es hora de cantarle al chache”. La pequeña me condujo al encuentro con sus padres. Allí padre, madre e hija, comenzaron a cantar con todo sus ser a aquel pequeñín como si de un ritual sagrado se tratara. Los tres entonaban nanas cargadas de ternura y amor para apaciguar el llanto del hermoso bebe. Súbitamente comencé a cantar con ellos. A medida que las notas musicales se fueron sucediendo, mi interior comenzó a suavizarse de tal manera que la herida del pecho desapareció.

Aunque Ángel quedó dormido, nosotros seguimos un tiempo arrullandolo . Pedro, Alba y Estela me miraban y sonreían, pues eran conscientes que la sombra tenebrosa que me seguía se había disipado, gracias al amor incondicional de aquella familia. Una vez terminamos de cantar, volví a mi cama con sensación de libertad y calma. Pronto quedé dormido.

A la mañana siguiente desperté liviano y alegre. A cada lado de mi lecho, estaban Pedro y Alba, y sobre él Estela y el pequeño Ángel. “Ya no tienes pupa” dijo Estela mientras me besaba en la mejilla. Ángel se carcajeaba como si hubiera comprendido lo dicho por su hermana.

“ ¿Has dormido bien?. Siento que las nanas no solo le vinieron bien a Ángel.”  Sonrió Pedro. “. “ Cuándo estés preparado nos gustaría que nos acompañaras”. Añadió.

 Salí a la puerta de la casa. Allí estaban todos. Alba me puso al pequeño Ángel en los brazos, mientras Estela me daba la mano. Comenzamos a andar por un bosque cercano a la casa familiar. El sendero estaba cubierto por arboles, a través de los que se distinguían los rayos de sol y el cantar de los pájaros. Alba y Pedro, iban cogidos por la cintura, mientras los pequeños venían conmigo. El paseo fue muy ameno por la belleza del frondoso bosque y por el sentimiento de conexión con aquella bendita familia.

A medida avanzamos por el camino, el bosque fue quedando atrás. Pronto llegamos a una pradera en la que se distinguía un enorme árbol. Hacía él se dirigían un gran número de hombres y mujeres llegados desde muchos lugares.

Nos pusimos todos alrededor de tan majestuosa planta. Pedro y Alba se dirigieron a mí entregándome una flor de color verde y rosa. Jamás había visto una cosa tan bella. Alba recogió de mis brazos a Ángel y Pedro tomó de la mano a Estela.

Ella se dirigió a mi emocionada. “ Esta flor es la ofrenda que un día hicimos Pedro y yo al árbol del amor. Como tú, vinimos de la Tierra de la Guerra de Sexos. Esta es una ofrenda  a la memoria de todos los hombres y mujeres que allí mueren en vida. También es un recordatorio sobre el amor. Pues el mas elevado sentimiento es un árbol de raíces fuertes, que da cobijo y fruto a todo aquel que quiera acercarse a él”.

Conmovido por sus palabras, la besé en la mejilla con suavidad. A continuación abracé a Pedro con firmeza y gratitud. Mi corazón había recuperado la fuerza. Era el momento de realizar la ofrenda.

Inicié mi camino para posar la flor en las raíces, mientras muchos de los hombres y mujeres  se arrodillaron en señal de respeto, ante los que íbamos nos acercamos al árbol. En mi corto caminar con aquella bella flor en la mano, las lagrimas brotaron. Posé mi presente en las raíces y volví a donde se encontraba la maravillosa familia que tanto me estaban ayudando. Me recibieron sonrientes. “Ha llegado el momento de separarnos pues hay un deseo que quieres cumplir. Cada vez que nos necesites las puertas de nuestra casa estarán abiertas de par en par. Ahora déjate guiar por el corazón.” Tras pronunciar Pedro estas palabras, nos fundimos en un amoroso abrazo de unión familiar, que me otorgó una fuerza interior sin precedentes, que me empujaba a realizar un último viaje al origen de mi aventura: La Tierra de la Guerra de los Sexos.

Allí comencé a andar orientándome de manera intuitiva. Fueron varias jornadas de camino. Finalmente un día me encontré en lo alto de una montaña desde la que se contemplaba aquel oscuro y beligerante lugar.

Abajo todo seguía igual. La gran mayoría de hombres y mujeres muertos en vida, pugnaban por el poder de las relaciones. Mientras, una pequeña minoría, trataba sin éxito de acercarse al enemigo y convertirlo en aliado.

Dirigí mi mirada a uno de los hombres que había sido abatido por la búsqueda de la paz, y bajando de la montaña me acerqué a él con una determinación que hacía imposible que balas pudieran alcanzarme. Cuando llegué a su altura le tomé en brazos como si de Ángel se tratara y lo saqué de aquel lugar abriéndome paso entre el humo y el ruido ensordecedor. No sentía su peso ni el cansancio de cargar el cuerpo pues en mí brotaba una de las energías más potentes del ser humano: el altruismo.  Transporté al casi inerte hombre por varios días hasta llegar a la pradera donde un día amanecí. Allí posé su cuerpo sabiendo que otra gran familia se ocuparía de él, ayudándole a sanar su herido corazón. Levanté la cabeza cargado de confianza y serenidad. Mi mirada se cruzó con la de una mujer que acababa de hacer lo mismo que yo. Acababa de llegar de la Tierra de la Guerra de los Sexos, transportando el cuerpo de una mujer herida en la incomprensión de la batalla. Tras depositarla en el suelo, se acercó a mi sonriendo comenzando así una animada conversación. Por fin éramos libres. Por fin habíamos recuperado la capacidad de amar

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